Creo que nunca he tocado aquí mi otro gran interés después de la ficción: la conducta humana. De todo el mundo de la psicología a la que dediqué cinco años, sólo por el gusto de estudiarla porque apenas he ejercido, me apasionó el diagnóstico clínico, el aprendizaje y sobre todo la neurociencia. Como nunca terminé de especializarme, lo que de la carrera ha quedado en mi memoria es más bien una forma de ver las cosas y una serie de conocimientos específicos.
Muchos proceden de casos famosos, clásicos de la psicología, como el de Phineas Cage, el paciente amnésico HM, el niño salvaje en que Truffaut se inspiró para rodar una estupenda película; otros de reflexiones propias inspiradas en la ficción, y de esta forma puedo conjugar las dos pasiones de mi inteligencia. No son el tipo de anécdotas con que puedes matar el rato en el descanso del trabajo o la cola del INEM, pero si pueden justificar, tal vez, alguna entrada de este blog. Mi primera tentativa puede pecar de vaga, y siempre de haberse retrasado mucho. No pondré excusas; a quien este blog le deje frío no las necesitará, y quien lo disfrute sabrá perdonarme.
John Forbes Nash Jr. nació en el estado americano de Virginia Occidental, el 13 de junio de 1928. Un libro de Sylvia Nasar y una película de Ron Howard cuentan una parte de la historia de este creador, que desde niño mostró altas capacidades para las matemáticas y cierta tendencia llamada esquizotipia. Ésta consiste en escasa respuesta emocional, dificultades para la relación con otros, lenguaje incomprensible o inadaptado (por ejemplo, pensar en voz alta mientras se camina por la calle), pensamiento obsesivo… En los demás producen una impresión general de rareza y se les percibe como tímidos o egocéntricos.
Apenas con veintiún años, John Nash elaboró una hipótesis matemática inscrita en la teoría de juegos, basada en un «punto de equilibrio». En ella se describía la posibilidad de un juego cerrado en que ninguno de los participantes perdiera, valorando cada uno racionalmente cuáles eran la opciones óptimas de los demás, y ajustando su objetivo en función de éstas. En un momento del siglo XX en que el mundo estaba dividido en bloques incompatibles y en que el capitalismo se percibía, erróneamente, como un juego de suma 0, Nash enfocó al individuo y sus decisiones como clave para la comprensión de la conducta competitiva, desplazando al grupo, que tenía más importancia en indagaciones de otros grandes matemáticos como Von Neumann.
A pesar de haber investigado muchos otros temas, fue éste primer trabajo universitario de treinta páginas y sus consecuencias imprevistas en el mundo empresarial, lo que le dio a Nash el Premio Nobel de Economía en 1994. Esta revelación de su vida científica conjuró el interés por su atribulada vida personal. En 1998, Sylvia Nasar publicó una biografía del matemático A Beautiful Mind, que ganó el National Book Critics´Circle Award y quedó finalista del Pulitzer en la categoría biográfica.
Si John Nash hubiera tenido la intención explícita de describir el comportamiento de la economía desde un punto de vista liberal, es seguro que nunca hubiera recibido el Nobel, galardón que en los noventa ya era poco, pero todavía algo; sin embargo su particular postura egocéntrica, su aislamiento de cualquier ideología y hasta de la realidad, y el hecho de que el “punto de equilibrio” estuviera descrito en términos matemáticos sin extraerse ninguna conclusión sobre la acción humana, permitió que se ejecutara una operación de inadvertida justicia. Como intentaré mostrar a continuación, la verdadera maravilla en la mente de John Nash estaba antes y más allá de su locura y su genio.
A beautiful mind (Una mente maravillosa), se estrenó en España en una fecha curiosa: 22/02/2002, y en general gustó. Ron Howard es uno de esos directores que consiguen gran eficiencia llevando a su terreno aquello que ruedan; es un estupendo director de aventuras maravillosas, como Dentro del laberinto y Willow, así que cuando rueda Apollo 13 extrae la fábula sobre el fracaso que contiene y cuando dirige Cinderella man lo transforma en un cuento sobre la honradez y el progreso.
El director tiene intuiciones certeras acerca de lo que al gran público puede interesarle de esta historia, y lo pinta a brochazos: la peculiaridad del personaje, la dificultad y el acierto de su primer trabajo, el sacrificio de su mujer, el misterio de su propia mente y el método que emplea para resolverlo. Al respecto, Nash ha declarado muchas veces que, después de treinta años de tratamientos inútiles, se curó porque llegó un momento en que decidió ignorar sus visiones y sus delirios. Así de simple. Para hacer más dramática esta curación, el director convierte el acto de voluntad del protagonista en una investigación sobre los productos de su cerebro en que aplica una sencilla función lógica: el sentido común.
Pero la cara oculta del matemático tenía muchas formas. La locura fue sólo una de ellas. Antes ya había dado muestras de extravagancia, obcecación e incluso deshonestidad. Tuvo un hijo al que no quiso conocer ni reconocer, fruto de una relación clandestina con una enfermera mayor que él a la que abandonó. En 1957 se casó con una alumna del MIT, Alicia Lardé, mujer inteligente y con un porvenir brillante, pero Nash sólo quería una mujer bonita y enamorada, buena anfitriona de sus colegas científicos, y que le ayudase en el que consideraba el único objetivo del matrimonio: “producir hijos”. Alicia cedió y dejó su profesión para traer al mundo al primogénito reconocido de Nash, que llegaría a desarrollar esquizofrenia, como su hermano mayor desconocido.
La esquizofrenia es la más grave de las enfermedades mentales, porque la actividad racional del enfermo se disocia de la realidad y opera en base a leyes privadas a las que los demás no tienen acceso, lo que imposibilita la comunicación real con ellos. El individuo esquizofrénico queda bloqueado dentro de su locura, y si además resulta ser poco declarativo, lo que ocurre a menudo, ésta puede pasar desapercibida durante años en que sus delirios son tomados como rarezas o bromas. Esto le ocurrió a John Nash cuando un buen día de 1958 apareció en su despacho del MIT con una revista LIFE, diciendo que en su portada había un mensaje en clave que le enviaban los extraterrestres.
Más o menos por aquella época asistió a una fiesta de disfraces vestido sólo con un pañal, y pasó la velada en el regazo de su mujer chupándose el dedo. Alicia entró una mañana en su despacho y encontró la pared llena de puntos equidistantes hechos con un rotulador durante horas de absurda concentración. Nash rechazó una cátedra alegando que se sentía muy honrado por el ofrecimiento pero que no podía aceptar, ya que iba a ser coronado emperador de la Antártida. Pertinaces hombres de corbata roja lo perseguían y espiaban, seres desconocidos dialogaban sobre él a sus espaldas, pero a sus espaldas no había nadie. Viajó a Europa y recorrió las embajadas pidiendo asilo político. Desde allí envió a su hijo de diez años una serie de postales en las que escribía ininteligibles esquemas con lápices de colores.
Si aquella mente era maravillosa, puede decirse que Alicia, que se había casado con la perfecta mezcla entre caballero sureño y genio loco, se encontró de pronto en un espeluznante País de las Maravillas. Hay una frase en el guión de Interiores de Woody Allen que siempre me ha parecido muy precisa: «En el interior de una mente enferma existe también, de algún modo, un espíritu enfermo». John Nash no era violento, pero actuó con mezquindad y bajeza porque abandonó el control de su mente en manos de la enfermedad: su maldad se conecta con su disfunción neurológica y adquiere, de este modo, un sustrato biológico. Esto es emocionante porque supone una prueba de la indisolubilidad entre alma y cuerpo o, por decirlo en términos más modernos, conecta lo orgánico, lo racional y lo moral.
Nash creía que si dejaba de estar loco dejaría de ser un genio, y apoyaba su sospecha el hecho de que los medicamentos que dominaban su psicosis bloquearan también su capacidad de trabajo. Hay que tener en cuenta que tales fármacos en los años 60 eran poco discriminativos, es decir, no afectaban sólo a las funciones que pretendían controlar, sino a toda la conducta. Además, la etiología de la esquizofrenia no estaba clara, aún no lo está, por lo que Nash recibió un tratamiento incorrecto y agotador que consistía en inducirle regularmente un coma diabético.
Sin embargo, cuando este hombre se hizo grande no fue cuando abandonó el tratamiento y se arrojó a su abismo, dejando a quienes le querían y un trabajo que consideraba mediocre para ocupar el trono de Antártida, sino cuando decidió, en medio de la locura, que quería abandonarla, cuando encontró el modo de desprestigiar el poder de la esquizofrenia dentro de su cerebro. Esto es insólito y tan genial como cualquier obra de arte. John Nash empleó su voluntad y su inteligencia para reconquistar la soberanía de su mente: su libertad. Ese, a mi juicio, fue el mayor reconocimiento, el que él mismo se otorgó.
Fin de la primera parte.